El templo del sol
Posted: 30 Sep 2011, 15:04
Hoy me toca compartir con vosotros mi visión de El templo del sol. Todo está bien
engrasado y la transición desde el álbum anterior, las 7 bolas, es perfecta; Templo
empieza bien. Recuerdo que la primera vez que lo leí, las primeras páginas me daban
mucha esperanza de que el Capitán y Tintín pudieran liberar a Tornasol: que hubieran
localizado bien la pista, que hubieran podido adelantarse en avión a la llegada del
barco, la colaboración de la policía local (apoyada por nuestros ineficaces Hernández
y Fernández, cierto, pero colaboración al fin), todo ello me daba el optimismo que
primero tiene Haddock y luego parece perder, al hilo de su humor cambiante, en las
primeras páginas de la aventura. Mientras esperamos acontecimientos, tienen lugar
algunos gags no muy “higiénicos” con los que Hergé comienza a exprimir el color local:
el mal humor de las llamas, altivas y poco simpáticas, y el guano de las gaviotas…
Tintín sospecha inmediatamente de la honradez del médico del puerto y resuelve
abordar el barco: el hecho de que haya llegado a estar tan cerca del profesor aumenta
la frustración posterior, cuando nuestro héroe debe retirarse y finalmente, ayudados
involuntariamente por la ineficiencia de las policías (local y europea) los malos logran
desembarcar su presa. El encadenamiento de acción y suspense de todo el episodio del
desembarco, la persecución a distancia de Tintín, su reencuentro con Haddock, y el
impresionante incidente posterior a bordo del tren, son realmente un punto fuerte del
relato: el lector, llevado de la mano con ritmo maestro, contiene la respiración mientras
las peripecias se suceden como un mecanismo perfectamente engrasado.
Por cierto, tengo observado un detalle que me intriga: lo que podríamos llamar
un “doble sistema de cejas” en algunos dibujos: en Hernández en la primera viñeta de
la tira inferior de la página 10, y en Tintín en la última viñeta de la pág. 14; ¿defectos
de entintado?, ¿un intento ‘cubista’ de presentar en un mismo dibujo dos momentos
sucesivos del movimiento de las cejas? Muy extraño para mí.
En la siguiente etapa del viaje comprendemos que nuestros héroes no podrán contar
gran cosa con la ayuda de la policía, para lo sucesivo. Es la misma impotencia que
Tintín halló hace tiempo en Sildavia. La defensa de Zorrino frente a los matones criollos
es una buena coartada de Tintín frente a las acusaciones malintencionadas de racismo
de que alguna vez ha sido objeto, si no fuera porque Tintín nunca pensó en ello, sino
que obró ingenuamente, con pureza, rebelde ante las injusticias y la humillación del
más débil. Por añadidura, este rasgo suyo de valentía, además de permitirnos una vez
más admirar la agilidad y buenos reflejos de nuestro héroe (eso se llama esquivar un
puñetazo), le valdrá dos tipos de ayuda inesperada: la del propio Zorrino, guía fiel, y
la del misterioso donante de la misteriosa medalla, que, todos lo intuimos, reaparecerá
tarde o temprano en el relato.
La gran y larga travesía comienza. Destaca el sueño obsesionante del comienzo de
la pág. 23, inquietante, en el que lo único estable es el escudo cuadrado del Inca, que
una vez incluso tiene el rostro del Capitán (como residuo de aquel tiempo en que a
Tintín éste se le aparecía como imprevisible y le daba algo de miedo, en los días del
Cangrejo). Peripecias jugosas con malos y cambios de escenario. El peligro alado del
cóndor. La ardiente blancura de la nieve (prefiguración del Tíbet). Haddock regresa
a sus orígenes salvándose por el valor temerario insuflado por la botella, cuando en
la pág. 33 acomete y suprime involuntariamente a los malos. Ciertamente, como dice
Tintín al comienzo de la pág. 34, hay un Dios que vela por los bebedores.
Causa satisfacción y gran sensación de riqueza o variedad el exotismo de las páginas 35
a 39, donde los incidentes del camino vienen causados por los animales más variados:
oso, mosquitos, monos, tapir, hormigas, oso hormiguero y caimanes. Durante una parte
del periplo – excelente cambio de ritmo – son los animales, esencialmente inocentes
y desinteresados, quienes generan los incidentes del camino, tomando el relevo de los
malos en esa misión de “vestir el relato”. La profusión de peripecias crea la ilusión de
un largo viaje y de azarosas aventuras. Hergé exprime el escenario selvático, del que
no volverá a extraer tanto jugo en tan pocas páginas, aunque regresará a él en algún
momento de su obra posterior (como Pícaros).
La gran emoción del relato queda reservada para el momento sublime del cruce de la
cascada, donde Hergé reproduce, probablemente sin darse cuenta, por mera afinidad de
espíritu antes que por cita consciente, el principio de planificación de Hitchcock que va
de lo más grande a lo más pequeño, y viceversa: en la pág. 41 se alternan encuadres de
la cuerda que peligra (primer plano) y de la cascada en toda su altura (plano general),
como en el final de Saboteur (Hitchcock, 1942), en la célebre escena sobre el brazo de
la Estatua de la Libertad. Tras la caída, hay un momento verdaderamente terrible en el
que el Capitán, agotado, pierde por un momento la fe, y cree lo peor. Recuerdo que de
niño el impacto de ese momento me hizo saltar las lágrimas, igual que a Zorrino. Por
suerte, el trauma dura poco (aunque su recuerdo nos acompañe de por vida), y el relato
continúa con la sensacional entrada en el templo.
Todo el episodio de la presencia de nuestros amigos en la corte del Inca es algo
operístico en la ambientación, el lujo y el colorido de los ropajes, con tintes muy
dramáticos y solemnes. En el comportamiento de esta corte algo me sugiere que
se trata de un grupo cerrado y aislado que ha perdido contacto con la realidad en
su obstinación, en su patética obstinación solipsista por empeñarse en proseguir en
solitario, contra viento y marea, una historia terminada siglos atrás… como una secta
con leyes inflexibles y absurdas, reconocen la generosidad de Tintín, pero no le salvan
porque ya no le protege el talismán de la medalla… una secta, o una banda cruel, estéril,
estancada. Deja la impresión de algo siniestro, profundamente equivocado.
Reconozco que para apurar la eficacia del “truco” del eclipse, Hergé debía proceder así,
pero percibo algo inverosímil en el comportamiento de Tintín, cuando opta por ocultar
al Capitán su proyecto, “por no darle falsas esperanzas”, sin compadecerse ni confiarse
en él cuando el pobre Haddock va dando muestras cada vez mayores de nerviosismo.
¿Cómo creer que en una situación así Tintín no le confiara lo que pretendía intentar?
Durante esta cuenta atrás, el contrapunto cómico de los Hernández y Fernández es muy
propio de Hergé, sobre todo porque combina el ridículo con lo sublime (en el fondo,
no saben precisar las indicaciones del péndulo, pero éstas apuntan, vagamente, en la
dirección correcta…; de nuevo, Hergé se muestra como un consumado aficionado a los
saberes ocultos).
Antes decía que los incas del templo producen la impresión de ser una secta o un grupo
marginal, y realmente han perdido mucho de lo que sus antepasados tuvieron en otro
tiempo: por ejemplo, conocimientos astronómicos (y aquí, a cuento de la solución
de la aventura, viene a la memoria inevitablemente el cuento aquel, “El eclipse”, del
guatemalteco Augusto Monterroso, que parece una respuesta irónica a Hergé).
El final del relato presenta la amistad del Inca (que aunque sonría sigue sin caerme
pero que nada bien), la solución del caso con el levantamiento del castigo sobre los
miembros de la expedición, el regalo magnífico y la graciosísima e imprevista venganza
retrospectiva del Capitán sobre toda la especie de las llamas (gran carcajada final). A
pesar de las tensiones de las últimas páginas, Tornasol no parece haber sufrido gran
cosa. Su sordera y su idealismo de sabio lo protegen admirablemente.
La pareja 7 bolas / Templo representa una gran aventura, llena de detalles, escenarios,
climas, ambientes, personajes, incidentes impactantes, y también, a mi juicio, un
paso adelante en la maduración de los personajes y en la maduración del dibujo.
Probablemente por la ayuda de Jacobs, que se verá prolongada por otros equipos en lo
sucesivo, se produce con esta aventura el salto desde la sencillez y simplicidad de líneas
de fondos y escenarios, hacia una mayor complejidad, que define el segundo gran estilo
visual clásico de “las aventuras de Tintín”, en su concepción (si no en ejecución) ya el
mismo que veremos en el Asunto, por ejemplo.
engrasado y la transición desde el álbum anterior, las 7 bolas, es perfecta; Templo
empieza bien. Recuerdo que la primera vez que lo leí, las primeras páginas me daban
mucha esperanza de que el Capitán y Tintín pudieran liberar a Tornasol: que hubieran
localizado bien la pista, que hubieran podido adelantarse en avión a la llegada del
barco, la colaboración de la policía local (apoyada por nuestros ineficaces Hernández
y Fernández, cierto, pero colaboración al fin), todo ello me daba el optimismo que
primero tiene Haddock y luego parece perder, al hilo de su humor cambiante, en las
primeras páginas de la aventura. Mientras esperamos acontecimientos, tienen lugar
algunos gags no muy “higiénicos” con los que Hergé comienza a exprimir el color local:
el mal humor de las llamas, altivas y poco simpáticas, y el guano de las gaviotas…
Tintín sospecha inmediatamente de la honradez del médico del puerto y resuelve
abordar el barco: el hecho de que haya llegado a estar tan cerca del profesor aumenta
la frustración posterior, cuando nuestro héroe debe retirarse y finalmente, ayudados
involuntariamente por la ineficiencia de las policías (local y europea) los malos logran
desembarcar su presa. El encadenamiento de acción y suspense de todo el episodio del
desembarco, la persecución a distancia de Tintín, su reencuentro con Haddock, y el
impresionante incidente posterior a bordo del tren, son realmente un punto fuerte del
relato: el lector, llevado de la mano con ritmo maestro, contiene la respiración mientras
las peripecias se suceden como un mecanismo perfectamente engrasado.
Por cierto, tengo observado un detalle que me intriga: lo que podríamos llamar
un “doble sistema de cejas” en algunos dibujos: en Hernández en la primera viñeta de
la tira inferior de la página 10, y en Tintín en la última viñeta de la pág. 14; ¿defectos
de entintado?, ¿un intento ‘cubista’ de presentar en un mismo dibujo dos momentos
sucesivos del movimiento de las cejas? Muy extraño para mí.
En la siguiente etapa del viaje comprendemos que nuestros héroes no podrán contar
gran cosa con la ayuda de la policía, para lo sucesivo. Es la misma impotencia que
Tintín halló hace tiempo en Sildavia. La defensa de Zorrino frente a los matones criollos
es una buena coartada de Tintín frente a las acusaciones malintencionadas de racismo
de que alguna vez ha sido objeto, si no fuera porque Tintín nunca pensó en ello, sino
que obró ingenuamente, con pureza, rebelde ante las injusticias y la humillación del
más débil. Por añadidura, este rasgo suyo de valentía, además de permitirnos una vez
más admirar la agilidad y buenos reflejos de nuestro héroe (eso se llama esquivar un
puñetazo), le valdrá dos tipos de ayuda inesperada: la del propio Zorrino, guía fiel, y
la del misterioso donante de la misteriosa medalla, que, todos lo intuimos, reaparecerá
tarde o temprano en el relato.
La gran y larga travesía comienza. Destaca el sueño obsesionante del comienzo de
la pág. 23, inquietante, en el que lo único estable es el escudo cuadrado del Inca, que
una vez incluso tiene el rostro del Capitán (como residuo de aquel tiempo en que a
Tintín éste se le aparecía como imprevisible y le daba algo de miedo, en los días del
Cangrejo). Peripecias jugosas con malos y cambios de escenario. El peligro alado del
cóndor. La ardiente blancura de la nieve (prefiguración del Tíbet). Haddock regresa
a sus orígenes salvándose por el valor temerario insuflado por la botella, cuando en
la pág. 33 acomete y suprime involuntariamente a los malos. Ciertamente, como dice
Tintín al comienzo de la pág. 34, hay un Dios que vela por los bebedores.
Causa satisfacción y gran sensación de riqueza o variedad el exotismo de las páginas 35
a 39, donde los incidentes del camino vienen causados por los animales más variados:
oso, mosquitos, monos, tapir, hormigas, oso hormiguero y caimanes. Durante una parte
del periplo – excelente cambio de ritmo – son los animales, esencialmente inocentes
y desinteresados, quienes generan los incidentes del camino, tomando el relevo de los
malos en esa misión de “vestir el relato”. La profusión de peripecias crea la ilusión de
un largo viaje y de azarosas aventuras. Hergé exprime el escenario selvático, del que
no volverá a extraer tanto jugo en tan pocas páginas, aunque regresará a él en algún
momento de su obra posterior (como Pícaros).
La gran emoción del relato queda reservada para el momento sublime del cruce de la
cascada, donde Hergé reproduce, probablemente sin darse cuenta, por mera afinidad de
espíritu antes que por cita consciente, el principio de planificación de Hitchcock que va
de lo más grande a lo más pequeño, y viceversa: en la pág. 41 se alternan encuadres de
la cuerda que peligra (primer plano) y de la cascada en toda su altura (plano general),
como en el final de Saboteur (Hitchcock, 1942), en la célebre escena sobre el brazo de
la Estatua de la Libertad. Tras la caída, hay un momento verdaderamente terrible en el
que el Capitán, agotado, pierde por un momento la fe, y cree lo peor. Recuerdo que de
niño el impacto de ese momento me hizo saltar las lágrimas, igual que a Zorrino. Por
suerte, el trauma dura poco (aunque su recuerdo nos acompañe de por vida), y el relato
continúa con la sensacional entrada en el templo.
Todo el episodio de la presencia de nuestros amigos en la corte del Inca es algo
operístico en la ambientación, el lujo y el colorido de los ropajes, con tintes muy
dramáticos y solemnes. En el comportamiento de esta corte algo me sugiere que
se trata de un grupo cerrado y aislado que ha perdido contacto con la realidad en
su obstinación, en su patética obstinación solipsista por empeñarse en proseguir en
solitario, contra viento y marea, una historia terminada siglos atrás… como una secta
con leyes inflexibles y absurdas, reconocen la generosidad de Tintín, pero no le salvan
porque ya no le protege el talismán de la medalla… una secta, o una banda cruel, estéril,
estancada. Deja la impresión de algo siniestro, profundamente equivocado.
Reconozco que para apurar la eficacia del “truco” del eclipse, Hergé debía proceder así,
pero percibo algo inverosímil en el comportamiento de Tintín, cuando opta por ocultar
al Capitán su proyecto, “por no darle falsas esperanzas”, sin compadecerse ni confiarse
en él cuando el pobre Haddock va dando muestras cada vez mayores de nerviosismo.
¿Cómo creer que en una situación así Tintín no le confiara lo que pretendía intentar?
Durante esta cuenta atrás, el contrapunto cómico de los Hernández y Fernández es muy
propio de Hergé, sobre todo porque combina el ridículo con lo sublime (en el fondo,
no saben precisar las indicaciones del péndulo, pero éstas apuntan, vagamente, en la
dirección correcta…; de nuevo, Hergé se muestra como un consumado aficionado a los
saberes ocultos).
Antes decía que los incas del templo producen la impresión de ser una secta o un grupo
marginal, y realmente han perdido mucho de lo que sus antepasados tuvieron en otro
tiempo: por ejemplo, conocimientos astronómicos (y aquí, a cuento de la solución
de la aventura, viene a la memoria inevitablemente el cuento aquel, “El eclipse”, del
guatemalteco Augusto Monterroso, que parece una respuesta irónica a Hergé).
El final del relato presenta la amistad del Inca (que aunque sonría sigue sin caerme
pero que nada bien), la solución del caso con el levantamiento del castigo sobre los
miembros de la expedición, el regalo magnífico y la graciosísima e imprevista venganza
retrospectiva del Capitán sobre toda la especie de las llamas (gran carcajada final). A
pesar de las tensiones de las últimas páginas, Tornasol no parece haber sufrido gran
cosa. Su sordera y su idealismo de sabio lo protegen admirablemente.
La pareja 7 bolas / Templo representa una gran aventura, llena de detalles, escenarios,
climas, ambientes, personajes, incidentes impactantes, y también, a mi juicio, un
paso adelante en la maduración de los personajes y en la maduración del dibujo.
Probablemente por la ayuda de Jacobs, que se verá prolongada por otros equipos en lo
sucesivo, se produce con esta aventura el salto desde la sencillez y simplicidad de líneas
de fondos y escenarios, hacia una mayor complejidad, que define el segundo gran estilo
visual clásico de “las aventuras de Tintín”, en su concepción (si no en ejecución) ya el
mismo que veremos en el Asunto, por ejemplo.